miércoles, 14 de septiembre de 2011

LOS FUGAOS XIII

Transcurrieron  meses y años y el secreto se mantuvo. Eran años difíciles. Se roturaba cualquier pedazo de tierra que pudiera producir algo. El hambre galopaba sin riendas por aquellos montes. Solamente importaba la supervivencia. los aldeanos, seguían ignorados y despreciados por los que conocían su existencia. Algunas veces, visitados por Los canasteros, gentes que con un canasto a su espaldas bajaban de Santiago a recolectar en las huertas de los cortijos todo lo que podían. La alternativa era el hambre.

 Sucede casi siempre que los secretos entre muchos son difíciles de guardar. Cierto día una indiscreción, una palabra de más, que nunca  debió ser pronunciada rompió el pacto nunca firmado. Fue involuntaria pero llegó a oídos de los que jamás debieron escucharla. Los pudientes de Santiago, algunos grandes aficionados a la caza, se dejaban caer por aquellas latitudes, donde todavía hoy suele abundar la perdiz. Se pensaba que el tiempo todo lo borra, no fue así. Inmediatamente todos los vecinos tuvieron que declarar en el cuartel. Amenazas y miedos se conjuraron. Colaboración involuntaria contra los que luchaban contra el régimen se convirtió en conducta intolerable y traidora. Otra vez les recordaron que ocupaban el rincón más insignificante del mundo. Todo el dinero recibido de los bandoleros tuvo que ser devuelto. Eran monedas manchadas, que solo pertenecían a su legítimos dueños. Lo comido y lo bebido en aquella noche otoñal corría por cuenta de los vecinos. Y debían quedar agradecidos si las cosas paraban ahí. El miedo de la infortunada noche no tenía precio alguno, no debía ser abonado. Un día cesaron los interrogatorios, las presiones, y los vecinos gozaron de nuevo de su tranquilidad y del olvido del mundo. La tensión había durado más de una año. No pedían nada: seguir vivos era suficiente recompensa. Continuar con la lucha por la supervivencia era ya tarea dura que no necesitaba de otras preocupaciones.
(Continuará)

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